Y es que la epilepsia fuera del consultorio nunca se ha tratado de las convulsiones.

La epilepsia es el miedo a caer súbitamente, el nunca haber caminado, el no poder hablar, el vacío de la desconexión, el movimiento sin orden de las ideas.

Epilepsia es sinónimo de rechazo, el miedo de los demás, la intolerancia de los sanos, la fatiga de los que la rodeamos, la desaparición de los sueños pasados, la caducidad de la fuerza, la vigencia de las maldiciones, el abandono de dios.

La epilepsia es la competencia más injusta; al final no hay medallas ni ceremonias.

La epilepsia también es la comunión de los enfermos, la nobleza del ignorante, el apoyo del débil y la ternura inocente del incomprendido.

Epilepsia es la rehabilitación por contrición, la atrofia de los sistemas, la erosión implacable del momento. Es el juego oscuro de la fortuna, la constante rendición ante lo divino, la clemencia del estigma.

La epilepsia es la demencia de la razón y lo extraordinario de las promesas.

La epilepsia es también, la lección nunca pedida y en ningún caso necesitada.

La obligación de obtener una enseñanza; valorar los detalles, reír y llorar por los mismos motivos, tratar de llevar una vida normal sobrepuesta a la necesidad especial de la enfermedad.

La sátira, la excusa y la lástima se combaten con la alegría, meditación y coraje que la epilepsia presupone.

A mi me tocó ser espectador de primera fila de este cuento. Y duele, mucho. No por falsas expectativas de un modelo de vida normal, sino por la falta de oportunidad de tratar de llevarla.

No somos especiales, tampoco somos estigmatizados, somos diferentes. Tengo que estacionar mi automóvil en un lugar diferente, planear mi rutina diferente, divertirme diferente, ejercitarme diferente, desahogarme diferente, comer diferente, cuidarme diferente.

A la persona con la enfermedad no hay que verla con lástima, enojo o miedo. Los puentes de comunicación tampoco pueden ser los mismos. La disciplina tiene que ser más estricta, la alimentación más creativa, el juego más cuidadoso. Que se pueda adaptar a lo construido para normales, no es un reto sino un absurdo. Y la culpa es de nadie. No es un reclamo, es una manifestación de mi realidad.

No puedo declarar que mi amor es más grande que el de una familia normal, ni que mi cruz es más pesada que la de una familia normal. El aceptar mi nuevo estilo de vida es caer, desde mi punto de vista, muy cerca de conformarme con lo que se me dio. Y no es justo. No porque yo no lo merezca, sino que la persona enferma no lo merece. Porque la enfermedad es sólo un elemento de ella, o dicho de otra forma, ella no es la enfermedad, porque confundir a una persona con una enfermedad, es el error más letal.

La epilepsia me robó en el pasado y me derrumbó, pero ahora estoy decidido a recuperar lo más importante: el amor a mí mismo, por mí y por mi persona especial.

Autor: Juan Pedro Martínez; para AMENA A.C.

 

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